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viernes, 7 de marzo de 2014

México - Mito Azteca - El dios Quetzalcóatl

El pueblo Azteca, antes llamado mexica, fue el último de los grupos nahuatlacos que llegaron a la cuenca de México, a finales del siglo XIII, cuando la mayor parte de los territorios centrales del país habían sido ocupados. Por tal motivo, se vieron obligados a luchar incansablemente para establecerse en el gran lago de México, en donde construyeron su espléndida capital, Tenochtitlán. El siguiente mito del dios Quetzalcóatl sucede en el contexto de los Cinco Soles aztecas y fue tomado de la obra Guerreros, Dioses y Espíritus de la Mitología de América Central y Sudamérica, de Douglas Gifford.
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Quetzalcóatl, la serpiente con plumas, fue quizás el dios más significativo de entre aquellos a los cuales rindieran culto los aztecas. En sus distintas formas aparecía como dios del cielo y del sol, como dios de los vientos, de la estrella de la mañana, y también como el benefactor de la humanidad. Su nombre proviene de la palabra quetzal, nombre de un raro pájaro que tenía una larga cola de plumas, y de coatí, palabra con la que se designaba a la serpiente. Bajo diferentes denominaciones fue adorado a lo largo y a lo ancho de México y de la América Central. En su honor se hicieron las grandes pirámides de los templos de México, y se levantó la ciudad sagrada de Cholula, así como un templo circular en la corte de Tenochtitlán.


Quetzalcóatl era hijo de Coatlicue, diosa de la tierra. Un día se encontraba ella en lo alto de una colina, haciendo penitencia con sus hermanas, cuando a su lado cayó del cielo una pluma. La cogió y la puso junto a su pecho, y quedó preñada. A su debido tiempo nació su hijo. Quetzalcóatl fue un niño bueno y dócil, que tenía tan buen corazón que apenas se atrevía a coger una flor por no hacerle daño. Cuando se le pidió que hiciera sacrificios rehusó, ofreciendo en su lugar pan, flores y perfumes. Sin embargo era muy duro consigo mismo, y para hacer penitencia se flagelaba la espalda con espinas de cactus, hasta que le brotaba sangre.
A medida que fue creciendo descubrió muchos secretos y destrezas, que enseñó a la humanidad. Encontró el escondite del maíz, se enteró del valor de las piedras preciosas, del oro y de la plata, de las conchas marinas de colores y las plumas de los pájaros, y aprendió a usar las distintas plantas.
La bondad e integridad de Quetzalcóatl irritaron al gran dios Tezcatlipoca, el Espejo de Humo, que era todo lo contrario a él. Se decía que era liviano, y tan rápido, que podía descender dé los cielos bajando por una cuerda hecha con la tela de una araña. Era el dios de la alegría; pero, a la vez, era el dios de la discordia y de la hechicería, de la prosperidad y de la destrucción, además de un gran tramposo, que exigía a los hombres sacrificios humanos y muertes para sustentarse.
Un día Tezcatlipoca se acercó a donde se encontraba Quetzalcóatl y le puso frente a los ojos un espejo para que se viera. Quetzalcóatl, horrorizado, vio entonces cuan viejo era, y sus ojos se entristecieron. Pensó que defraudaría a su gente si lo contemplaban así, por lo que de inmediato tapó su rostro y marchó a ocultarse. 
Tezcatlipoca, sin embargo, corrió tras él y le convenció de que se mirase nuevamente en el espejo. Entonces, por el contrario, le dio un rico vestido adornado con las plumas de un quetzal, y una máscara azul que representaba a una serpiente hecha de finas turquesas. Complacido por su visión, Quetzalcóatl volvió a permitir que sus gentes lo contemplaran.
Tezcatlipoca, no obstante, quedó insatisfecho con aquella demostración de su poder; en realidad quería destruir al puro Quetzalcóatl por completo. Así pues, simulando ser su amigo, ofreció a Quetzalcóatl una copa de pulque, una especie de vino hecho con la savia fermentada de la pita. Al principio Quetzalcóatl rehusó beber; pero al fin metió un dedo en la copa para probar aquel vino. 
Después se echó un trago, luego otro, y otro más, y acabó cogiéndole gusto. Como estaba muy alegre mandó llamar a su hermana, y juntos siguieron bebiendo hasta embriagarse. Como no sabían lo que hacían cayeron el uno en los brazos del otro y se amaron carnalmente.
Desde entonces Quetzalcóatl y su hermana llevaron una vida disipada, olvidándose ambos de su anterior pureza, así como del cumplimiento de sus obligaciones religiosas. Pasado un tiempo, sin embargo, sus mentes volvieron a recuperar la cualidad de pensar con claridad, y entonces comprendieron la magnitud de su falta. Arrepentido de sus pecados, Quetzalcóatl ordenó a sus criados que le hicieran un ataúd de piedra, y allí se metió durante cuatro días y cuatro noches para hacer penitencia. Después pidió a sus gentes que le siguieran hasta la orilla del mar. Y una vez allí hizo una gran pira funeraria; entonces, vestido con sus brillantes plumas, y luciendo la máscara que representaba a la serpiente de turquesas, se arrojó a las llamas.
La gran hoguera crepitó durante toda la noche; y, cuando se hizo el día, el cuerpo de Quetzalcóatl, convertido ya en cenizas, empezó a desperdigarse, saliendo de entre las llamas cual una bandada de pájaros. Sus criados, que se hallaban desconsolados junto a la pira, viendo cómo desaparecía su dios, pudieron ver una estrella nueva que brillaba en el cielo recién despejado de la mañana: El corazón de Quetzalcóatl se había convertido en la estrella de la mañana.
Los aztecas, en efecto, honraban a Quetzalcóatl como a un dios; pero hay otras narraciones que lo presentan como personaje histórico. Según una de esas historias era un sabio gobernante de Tula, la principal ciudad del Imperio de los toltecas, que se derrumbara allá por el año 990 de la era cristiana. Nueve reyes de los toltecas llevaron el nombre de Quetzalcóatl, por lo que es muy posible que las leyendas surgieran a propósito de algún personaje que en verdad existiera. Hay una vieja leyenda, también, que lo presenta como llegado de lejanas tierras.
Los días en los que Quetzalcóatl gobernó sobre Tula fueron tiempos de paz y de prosperidad. Había comida para todos, el algodón crecía por doquier en diversas plantaciones, y también había oro, plata y piedras preciosas. Las gentes de Tula eran diestros artesanos, y la ciudad muy próspera.
Sin embargo, pasado el tiempo, cuando Quetzalcóatl envejeció, sus habitantes se hicieron perezosos. Tezcatlipoca vio entonces llegada la oportunidad de actuar y expulsar a Quetzalcóatl de su tierra.
Disfrazado como un viejo de blancos cabellos, Tezcatlipoca se presentó en el palacio de Quetzalcóatl y pidió ver al rey.
—Vuestro rey está enfermo —dijo a los guardias—, y yo tengo un remedio que puede sanarlo. Llevadme ante él.
Tezcatlipoca tuvo franco el paso y ofreció a Quetzalcóatl una poderosa droga. Quetzalcóatl vio en el viejo que le visitaba un signo de que su propio reino tocaba a su fin, y preguntó al visitante a dónde debía dirigirse.
—Deberás ir a Tollantlapán —dijo Tezcatlipoca—. Allí encontrarás a un hombre viejo que te estará esperando y te volverá a convertir en un joven hermoso. Toma esta pócima y lo comprenderás todo.
Aunque estaba viejo y enfermo, Quetzalcóatl no se dejó engañar. Tomó la medicina, pero se negó a dejar Tula, y Tezcatlipoca tuvo que recurrir a una nueva treta. Se disfrazó de vendedor de chiles verdes, y se fue a la plaza del mercado, a las afueras del palacio, hasta que logró llamar la atención de la hija de Quetzalcóatl. La habían criado con gran esmero, y apenas había tenido trato con extraños; de manera que tan pronto como vio al apuesto joven se enamoró de él violenta y apasionadamente. Casi enferma de amor confesó a su padre que el único hombre con el que deseaba casarse era el vendedor de chiles verdes. Si no podía hacerlo, dijo, moriría.
Al principio, cuando Quetzalcóatl mandó a buscar al joven, no lo encontraron; pero justo cuando los mensajeros se disponían a regresar, como por arte de magia, apareció en su puesto del mercado y pudo ser conducido a palacio. Aunque no de muy buen grado, Quetzalcóatl lo aceptó como yerno. Y Tezcatlipoca comenzó a ejercer su influencia en la corte. Como era lógico, el matrimonio entre la hija de Quetzalcóatl y el vendedor de chiles verdes no fue bien visto por los tchecas y, para distraer su atención, Quetzalcóatl decidió atacar a una tribu vecina. Los "toltecas, entonces, vieron llegada la ocasión de acabar con el joven esposo y le dejaban siempre en las más peligrosas posiciones; pero él luchó bravamente y regresó triunfante de aquella guerra, más firme y seguro en su puesto que antes.
Entonces el vendedor de chiles verdes decidió desplegar sus poderes hipnóticos sobre los toltecas. Primero organizó un gran festival al que invitó a las gentes de diversos puntos del Imperio. Cuando la multitud estaba reunida comenzó a cantar y a golpear un tambor, pidiendo a las gentes que cantaran con él y que danzaran como él lo hacía. Ellos entonces siguieron el ritmo que marcaba el tambor y él, mientras danzaban sin parar como posesos, los llevó hasta un profundo barranco. El tambor sonaba cada vez más rápido y aquellas gentes, a su ritmo, cada vez bailaban con mayor ímpetu y furor; hasta que al cruzar un puente muy estrecho perdieron el equilibrio y cayeron al fondo del valle, donde quedaron convertidos en piedras.
Luego atacó a quienes trabajaban en los jardines de Quetzalcóatl, dejando cientos de muertos entre las flores; y acto seguido se convirtió en un hechicero y atrajo hacia sí a tanta gente que muchos murieron aplastados por la muchedumbre.
Un desastre seguía a otro, hasta que los toltecas se dieron cuenta de que su Imperio tocaba a su fin. Finalmente, hizo que se pudriera toda la comida que había en Tula y, disfrazándose de vieja, comenzó a tostar las reservas de maíz fresco. El buen olor de aquello llevó a los toltecas que aún vivían hasta la casa de la mujer, y allí Tezcatlipoca los destruyó.
Entonces fue cuando supo Quetzalcóatl que le había llegado el momento de partir. Fatigado, prendió fuego a la ciudad que él mismo había construido, enterró el oro y la plata en los valles de las montañas, convirtió los árboles del cacao en inútiles cactos, y ordenó a los pájaros de brillantes colores que se fueran. Sólo permitió que le acompañaran sus criados más fieles, sus enanos y sus gibosos.
En su caminar llegó hasta donde se levantaba un gran árbol, junto al que se detuvo a descansar, y pidió su espejo. Al mirarse vio que era, en efecto, un hombre viejo y cansado. Entonces, enojado, arrojó piedras contra el tronco, que allí quedaron incrustadas y que aún pueden contemplarse en ese lugar. En otro sitio, en el que se detuviera también para descansar, dejó la huella de sus manos y de sus piernas en una roca, en señal de que había pasado por allí. A quienes le preguntaban que a dónde iba, les respondía:
—Voy a aprender.
A pesar de todo, a pesar de que ya se marchaba, Tezcatlipoca continuaba persiguiéndole. De una u otra forma, tomó posesión de todos los conocimientos de Quetzalcóatl: De cómo trabajar el oro y la plata, las piedras, las pieles, y de cómo desenvolverse en las artes de la pintura y la escultura. En las frías faldas de las montañas, en donde estaban los volcanes Popocatepetl e Ixtaccihuatl, sus acompañantes, los enanos y los gibosos,.. murieron congelados, y Quetzalcóatl quedó entonces completamente solo.
Al fin, solo y cansado, Quetzalcóatl llegó al mar. Hizo uso entonces del último poder que le quedaba y construyó una balsa con culebras entrelazadas, montado en la cual se adentró en las aguas.

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