La civilización Maya habitó una vasta región ubicada geográficamente en el territorio del sur-sureste de México, específicamente en los cinco estados de Campeche, Chiapas, (lugar donde se ubica la ciudad principal), Quintana Roo, Tabasco y Yucatán; y en los territorios de América Central de los actuales Bélice, Guatemala, Honduras y El Salvador, con una historia de aproximadamente 3000 años. El siguiente mito fue tomado de la obra Guerreros, Dioses y Espíritus de la Mitología de América Central y Sudamérica, de Douglas Gifford.
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Una
calurosa tarde iba un hombre caminando por el bosque cuando decidió descansar
en las ramas de un gran árbol. Trepó, pues, se acomodó entre las hojas, y
rápidamente se quedó dormido. Mientras dormía, se hizo
de noche; y una banda de ladrones acampó bajo el árbol. Encendieron una
hoguera, asaron carne, comieron y se echaron a dormir.
Sus
ronquidos sonoros, que denotaban satisfacción, despertaron al hombre que estaba
en las ramas, sobre las cabezas de los
ladrones, y se bajó de allí para echar un vistazo. Calentó sus manos en el
fuego, y, sin hacer el menor ruido, probó un poco de la carne que aquellos
hombres dejaron sobre los rescoldos. Como le gustó, decidió comer un trozo más,
y otro, hasta que la acabó.
Después miró en torno suyo, a ver qué encontraba, y
enseguida descubrió un arca de madera, que los ladrones habían robado. Al
abrirla vio hermosas ropas, hechas con el más fino algodón, tejidas y teñidas, 'y bordadas con los más llamativos colores. El
hombre se probó prenda tras prenda, contoneándose a la luz de la hoguera con los
brazos extendidos para mejor admirar los colores, acariciando contra su cara
aquellos finos tejidos. Los ladrones, mientras tanto, seguían roncando
alrededor de la hoguera.
En el fondo del arca encontró el hombre una hermosa
capa roja, que puso amorosamente sobre sus hombros. Y en ese instante sucedió
un prodigio: Sus pies empezaron a moverse por sí mismos, ejecutando delicados
pasos de baile que él, hasta entonces, ignoraba. Danzaba cada vez más veloz,
más salvaje y descontroladamente; se agachaba
y brincaba, gritando, y luego saltaba en el aire para volver a caer, dando
coces con los dos pies al tiempo.
Uno de los ladrones, perturbado por el ruido, abrió
los ojos y volvió a cerrarlos de inmediato.
—¡Qué sueño tan horrible! —se dijo; y continuó
pensando—. ¿De veras será un sueño? Un hombre
vestido de rojo resplandeciente bailando como un loco junto a la hoguera...
Abrió el ladrón un ojo, nada más, para no sufrir una
impresión mayor. Allí estaba otra vez. Allí estaba aquel hombre salvaje,
bailando junto al fuego y vestido con una capa muy roja y brillante.
El ladrón dejó escapar un grito escalofriante, que
despertó a sus compañeros.
—¡Es el espíritu de las montañas! —se dijeron los
unos a los otros—. ¡Ha venido a devorarnos!
Entonces, movidos por el pánico, echaron a correr y
se perdieron en el bosque.
El hombre que
danzaba no se enteró de nada; siguió bailando, alejándose del fuego, por entre los
árboles, hasta llegar al borde de un precipicio que parecía separar el cielo de
la tierra. Sin vacilación alguna el hombre bailó sobre el filo del precipicio,
hasta caer, al fin, en una oscuridad infinita. Sin embargo, en lugar de
desaparecer en el abismo, la danzarina figura pareció flotar en el espacio por
unos momentos y luego, con la capa revoloteándole sobre los hombros, comenzó a remontarse por los aires. Voló tan alto y tan
alto, que no parecía un hombre con una capa
roja, sino un círculo rojo en el cielo. Ascendió más y más, para irradiar, en
su vuelo, un brillo que tornaba el aire cálido. El bailarín se había convertido
en sol.
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