Los Incas se consolidaron como el estado prehispánico de mayor extensión en América. Abarcó los territorios andinos que corresponden actualmente al sur de Colombia, pasando por Ecuador, Perú, Bolivia, hasta el centro de Chile y el noroeste de Argentina. La capital del Imperio fue la ciudad de Cusco (ombligo del mundo), por ser el centro del desarrollo de la etnia Inca desde sus inicios y su fundación por Manco Capac. Este mito fue tomado de la obra Guerreros, Dioses y Espíritus de la Mitología de América Central y Sudamérica, de Douglas Gifford:
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Erase una vez una mujer soltera, que
no tenía hijos y que vivía sola, plácidamente, y satisfecha de su posición en
la vida. Se hallaba trabajando un día en su jardín cuando vio una serpiente.
Dio un salto hacia atrás, presa del susto, pero la serpiente no la atacó; se limitó a mirarla,
desde donde se encontraba, con suma atención. La mujer pensó que el reptil
tenía una forma muy extraña, y supuso que estaba preñado.
«Qué raro», se dijo; pero al cabo la
serpiente se marchó de allí, y ella olvidó el asunto hasta que, a la mañana
siguiente, para su asombro, descubrió que estaba embarazada.
Durante todo aquel día permaneció en casa, temerosa
de salir. Cuando se fue a dormir, a la llegada de la noche, tardó mucho en
conciliar el sueño, y estuvo dando vueltas y más vueltas en su lecho. Al fin se
quedó dormida, mas sólo para tener un sueño de gran realismo con la serpiente. En
tal sueño la serpiente poseía la facultad de hablar, y se dirigió a la mujer en
los siguientes términos:
—He sido yo quien te ha preñado —murmuró la
serpiente, enroscándose en los pies de la mujer— He sido yo.
A los pocos meses la mujer dio a luz gemelas.
Horrorizada, contempló que sólo una de ellas tenía forma humana; la otra era
una serpiente. Una vez más la pobre mujer quedó sumida en una profunda pena;
pero de nuevo tuvo un sueño, y en esta ocasión encontró la respuesta que ansiaba.
Soñó que una noche, mientras acunaba a la hija humana entre sus brazos, la hija
serpiente, tal como lo había hecho aquella otra -serpiente, habló también para
dirigirse a ella en su propia lengua.
—Madre —le rogó la hija serpiente, en un susurro—,
yo nunca podré crecer en la casa, como mi hermana gemela. Llévame al jardín, al
mismo lugar en donde te sorprendió la otra serpiente. Allí fui concebida y allí
debo regresar.
Naturalmente la mujer se quedó muy aliviada al
hallar un modo de deshacerse de su hija serpiente, y a la mañana siguiente la
sacó al jardín y la colocó entre el maíz. Al instante la serpiente se deslizó
bajo las hojas y desapareció.
La mujer y su hija vivieron juntas y
felizmente durante muchos años, y la niña creció hasta convertirse en una
hermosa mujer. Durante mucho tiempo se negó a contraer matrimonio y a dejar a
su madre, rehusando las solicitudes de muchos jóvenes que deseaban pedir
su mano. Pero, pasado el tiempo, se casó con un hombre natural de una lejana
aldea, que se había instalado cerca de donde ellas vivían. Estuvieron juntos durante
algún tiempo, hasta que el hombre le dijo que iba a visitar a su familia.
—Antes que nada voy a decirles que nos hemos
casado. Luego regresaré para llevarte conmigo. No debes hacer el viaje sola.
El esposo partió. Cuando se perdió en la lejanía, la
joven esposa percibió un
ruido, una especie de leve murmullo, y
sintió que algo rozaba sus pies desnudos. Al mirar al suelo vio una
serpiente, la cual, ante su sorpresa, le habló.
—Tu esposo regresará para llevarte luego consigo
en un buen caballo —dijo—, pero no deberás montarlo. Debes hacer el viaje a
lomos de un pequeño asno. Cuando llegue el momento encontrarás aquí cerca uno amarrado.
Asegúrate, también, de llevar contigo un poco de algodón en hebras, algo de
jabón, un peine, un poco de lana y unas tijeras. Y sobre todo cabalga detrás de
todo el grupo.
Nada sabía la esposa acerca de su hermana serpiente,
pero no echó en saco roto aquellas advertencias, aun cuando nada de todo aquel
misterio comprendiese. Cuando regresó su esposo con un bonito caballo, para que
ella hiciera el viaje a sus lomos, ella rehusó montarlo.
—No. Yo no me montaré en un animal tan grande;
me parece demasiado nervioso para mí. Mira, allí hay un asno amarrado. Es más
cómodo para mí, y por eso prefiero montarlo.
El esposo se dio cuenta de que la mujer
estaba resuelta a hacer lo que decía, y, en consecuencia, la ayudó a montar en
el asno. Luego condujo la cabalgadura a la cabeza del grupo de personas que viajaba
con ellos, pero una vez más la esposa protestó:
—No, no. Yo no puedo encabezar la marcha, pues
mi asno sería una rémora para ti. Deja que vaya al final, y así no
estorbaremos.
Antes de la partida, la esposa se aseguró de
que portaba en las alforjas todas aquellas cosas que la serpiente le dijera.
Llevaban ya unas horas de viaje, y la esposa empezaba
a notar el cansancio, cuando arribaron a una granja. Allí podría, al fin,
descansar y tomar alimentos que la reconfortasen, mas a medida que iban
acercándose al lugar tuvo un presentimiento. Repentinamente, la puerta de la
casa de la granja se abrió, y la esposa echó un rápido vistazo al interior de
la vivienda. Estremecida, presa del pánico, supo que su esposo la había llevado
a las mismísimas puertas del infierno. Sin decir palabra volvió a montar en su
asno, hostigó a la bestia, y partieron al galope.
Como el esposo iba en cabeza de la columna de
viajeros, y la esposa marchaba a la cola, tuvo ella, en principio, una cierta
ventaja. Sin embargo, el caballo del hombre era más poderoso que el pequeño
asno, y no tardaría mucho la esposa en sentir los cascos del animal a sus
espaldas. Al mirar hacia atrás, por encima del hombro, vio que su esposo se
había transmutado en un ser horrible: era el demonio.
— ¡Oh, por favor, más deprisa! —suplicó la mujer
al asno; pero el animal, aunque lo intentara, no podía distanciarse del gran
caballo que cada vez se le aproximaba más.
La mujer, en medio del pánico de que era presa,
acertó a recordar aquello que le dijera la hermana serpiente. No cabía duda de
que había previsto lo que sucedería. Sin saber muy bien lo que hacía buscó en
su bolsa, sacó de ella las hebras de algodón y las arrojó al sendero, a sus espaldas.
Al caer, las hebras de algodón se convirtieron en niebla, que fue haciéndose
más espesa hasta transformar el día en noche. Al irse extendiendo la niebla
dejaron de oírse los cascos del caballo. La esposa, sin embargo, apenas tuvo tiempo
de saberse a salvo. Pronto sintió de nuevo, a sus espaldas, los cascos del
caballo. Entonces arrojó al suelo los trozos de jabón que llevaba consigo. De
inmediato, el jabón se tornó en fuerte lluvia, convirtiendo el sendero en un resbaladizo
torrente que obligó al esposo a recular con su cabalgadura. Cuando la esposa
supuso que estaba finalmente a salvo volvió a sentir otra vez las pisadas.
Entonces arrojó el peine que de inmediato se tornó en un matorral de espinos
que lo detuvieron durante un buen rato. Pero pronto lo sintió la mujer, de
nuevo, a sus espaldas.
Por aquel entonces se encontraba la mujer muy
próxima a su hogar; pero su esposo, el diablo, la seguía tan de cerca que podía
notar su aliento. Desesperada, arrojó las madejas de lana y vio entonces que
brotaba, a sus espaldas, un denso bosque con árboles tan gruesos y próximos que
hacían casi imposible el paso entre ellos. La esposa se encontraba ya cerca de
la puerta de su casa y osó mirar atrás; vio entonces que las manos de su esposo
habían agarrado la cola del asno. No le quedaba ya en las alforjas más que las
tijeras; como no sabía muy bien qué hacer con ellas, las arrojó contra su
perseguidor. De inmediato se hizo el silencio. Cesó el mido de los cascos del caballo;
y se apagaron, también, los gritos del perseguidor. Hasta parecieron acallarse
los fuertes latidos de su corazón. Cuando miró hacia atrás vio que las tijeras
se habían convertido en una gran cruz verde, que se elevaba entre ella y el diablo.
Al no poder sobrepasarla su esposo se perdió vergonzosamente en la oscuridad y
desapareció en la noche.
Tras descabalgar, la esposa condujo al asno hasta
su jardín acariciándole la nariz. Entonces, ante sus propios ojos, el asno
cambió su forma por la de una serpiente. Era la hermana serpiente, que había
acompañado a la mujer durante los avalares que padeciera.
—Sé prudente y mira con quién te casas la próxima
vez —dijo la serpiente a su hermana—. No te cases nunca con un extraño, sino
con alguien a quien conozcas bien.
Y, tras pronunciar estas palabras, se perdió entre
la hierba.
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