El pueblo Azteca, antes llamado mexica, fue el último de los grupos nahuatlacos que llegaron a la cuenca de México, a finales del siglo XIII, cuando la mayor parte de los territorios centrales del país habían sido ocupados. Por tal motivo, se vieron obligados a luchar incansablemente para establecerse en el gran lago de México, en donde construyeron su espléndida capital, Tenochtitlán. El siguiente mito del dios Nanahuatzin sucede en el contexto de los Cinco Soles aztecas y fue tomado de la obra Guerreros, Dioses y Espíritus de la Mitología de América Central y Sudamérica, de Douglas Gifford.
.
Después de que concluyera la Edad del cuarto Sol, nada alumbraba el mundo. Sin luz nada podía crecer. Las plantas no daban fruto, los humanos no podían vivir, los animales no podían ver los senderos del bosque. Los dioses entonces decidieron reunirse para adoptar una solución. Al fin encargaron a un pequeño dios, que tenía la piel cubierta de costras y de manchas, y al que nadie tenía en gran estima, que diese luz al mundo.
—Tú, Nanahuatzin, te ocuparás de buscar la luz, crearás el sol y traerás el calor que da vida al hombre —le dijeron los otros.
Nanahuatzin aceptó humildemente el encargo, pero al mismo tiempo otro dios, que era más bien engreído, se ofreció a ayudarles, esperando alcanzar con ello influencias y gloria. Se llamaba Teccuciztecatl y era el dios de las conchas marinas.
Antes de realizar el importante evento de crear un nuevo Sol, hasta los mismos dioses deben prepararse para el acontecimiento, y Nanahuatzin y Teccuciztecatl pasaron cuatro días ayunando y haciendo penitencia para purgar sus pecados anteriores. Así quedarían exentos de cualquier mal sentimiento que pudiera afectar al objeto de su creación. Una vez acabado el ayuno los dos dioses encendieron una hoguera, y ante sus llamas hicieron sendas ofrendas. Las de Teccuciztecatl fueron magníficas. Allí puso hermosas piedras de chispas, brillantes plumas de pájaros sagrados, piedras preciosas y pepitas de oro. El pobre Nanahuatzin, sin embargo, no tenía más que objetos humildes que ofrendar; pero dio todo lo que poseía: Verdes hojas, hierbas, cañas, lianas, espinas teñidas con su propia sangre y las costras de sus heridas. Todos los dioses se echaron a reír ante el contraste de las ofrendas de ambos, pues las más deslumbrantes eran las de Teccuciztecatl.
Llegó el momento de dar comienzo a la ceremonia, justo a la media noche, cuando la oscuridad del mundo era más cierta; entonces los dos dioses hicieron otra gran hoguera, ante la cual se postraron. Teccuciztecatl iba vestido muy bellamente, con ricas prendas; Nanahuatzin, por el contrario, vestía pobremente, con ropas hechas de cortezas de árbol. Su tarea consistía en el sacrificio de ambos, para así crear el Sol que daría la luz al mundo.
Teccuciztecatl fue el primero en intentar arrojarse al fuego; más en cuanto sintió que se quemaba, dio un paso atrás. Trató de hacerlo de nuevo, pero otra vez dio un paso atrás. Lo intentó cuatro veces, pero en ninguna tuvo el valor necesario para arrojarse al fuego. Entonces, Nanahuatzin, pequeño y humilde como era, se dirigió a las llamas tranquilamente y poco después desaparecía en medio de ellas. Teccuciztecatl sintió entonces mucha vergüenza por su comportamiento.
Mientras los otros dioses alababan la valentía de Nanahuatzin, una gran luz se hizo en el cielo, y el pequeño e insignificante dios, por su propio pie, salió entonces de entre las llamas, convertido en el mismísimo Sol. Poco después, Teccuciztecad se convirtió en la Luna, y brilló merced al reflejo del Sol. Los dioses, a la sazón, dieron en reírse del ampuloso dios que había querido convertirse en Sol, y que no era capaz de brillar salvo cuando el otro dios, el Sol verdadero, le alumbraba. Como burla, le arrojaron un conejo a la cara.
Desde entonces, los contornos de un conejo adornan la cara de la luna. El nuevo Sol y la nueva Luna, sin embargo, no poseían el don del movimiento. Y para que cada uno de ellos pudiera recorrer su camino en el cielo, los otros dioses decidieron también ellos sacrificarse. Uno a uno fueron arrojándose al fuego, a excepción del dios llamado Xolotl, hermano gemelo del gran Quetzalcóatl. Tenía mucho miedo de arrojarse a las llamas, y de cambiar su ser, hasta que al cabo los demás lo agarraron y lo tiraron a la fuerza a las llamas.
Cuando salió, Xolotl lo hizo convertido en el dios de la magia y de los magos, capaz de transmutar cualquier cosa. Aún seguían el Sol y la Luna en el cielo sin movimiento y Quetzalcóatl, entonces, hizo que soplara un fuerte viento, que con su violencia logró que al fin el Sol y la Luna se desplazaran a lo largo y a lo ancho del cielo.
Entonces dio comienzo la Edad del Quinto Sol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario