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Después de que concluyera la Edad del cuarto Sol, nada alumbraba el mundo. Sin luz nada podía crecer. Las plantas no daban fruto, los humanos no podían vivir, los animales no podían ver los senderos del bosque. Los dioses entonces decidieron reunirse para adoptar una solución. Al fin encargaron a un pequeño dios, que tenía la piel cubierta de costras y de manchas, y al que nadie tenía en gran estima, que diese luz al mundo.
—Tú, Nanahuatzin, te ocuparás de buscar la luz, crearás el sol y traerás el calor que da vida al hombre —le dijeron los otros.
Nanahuatzin aceptó humildemente el encargo, pero al mismo tiempo otro dios, que era más bien engreído, se ofreció a ayudarles, esperando alcanzar con ello influencias y gloria. Se llamaba Teccuciztecatl y era el dios de las conchas marinas.