La primera versión escrita de este mito del Popol Vuh permaneció oculta hasta 1701, cuando los mayas de de la comunidad de Santo Tomás Chuilá, Guatemala, la mostraron al sacerdote dominico Fray Francico Ximénez. Las secciones que aquí comentamos proceden de las partes primera y tercera del Popol Vuh (que consta de cuatro partes). Se refieren a la creación del mundo, las migraciones y el asentamiento final de los antepasados del pueblo quiche. El siguiente mito fue tomado de la obra Guerreros, Dioses y Espíritus de la Mitología de América Central y Sudamérica, de Douglas Gifford.
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Fue
aquél un tiempo en el que todo estaba en calma y en silencio, en el que no
existía el movimiento, en el que la inmensidad del firmamento estaba vacía. No
había hombres ni animales. No había pues ni pájaros, ni peces, ni cangrejos, ni
árboles, ni piedras, ni cavernas, ni cañadas, ni hierba. Sólo existían el cielo
inmenso y el mar tranquilo. No había tierra; nada que se moviera o que hiciese
ruido; nada que sobresaliese rompiendo la línea del horizonte entre el cielo y el mar.
La
noche se cernía siempre sobre la superficie del mar; pero en sus más profundas
aguas vivían Tepeu y Gucumaz, el Creador y el Hacedor de Formas, respectivamente.
Como dioses, propendían naturalmente a la meditación sobre los misterios de la
vida; y allá en el fondo, tendidos bajo un dosel de plumas verdes y azules, charlaban sobre el Corazón del Cielo, que
era el gran dios compuesto por tres deidades: Cacuihá
Huracán (el Relámpago), Chipi Cacuihá (el
Rayo) y Raxa Cacuihá
(el Trueno). Y así siguieron discurriendo y dieron en hablar de la luz y de la
vida, y decidieron trocar la oscuridad de la noche en luz del día, para que el
mundo conociera la luz.
—Hágase
la luz —dijeron—, que el día resplandezca
sobre el mar y sobre las tierras que vamos a crear. Y que sea el hombre la
primera gloria de la tierra.
Todo
sucedió como ellos habían ordenado. Los mares encontraron cauce en sus nuevos
límites, y las montañas emergieron de entre las aguas, conformando tierras
secas. Con las montañas aparecieron los cipreses
y los pinos, a la vez que los ríos descendían de las zonas rocosas hasta las planicies.
Todo aquello fue obra del Creador y del Hacedor
de Formas, a quienes ayudaron en su tarea las tres divinidades constituyentes
del Corazón del Cielo.
Una
vez creados los árboles y las montañas, los dioses hicieron los pequeños
animales de los bosques, los guardianes de la vegetación y los espíritus de las
montañas: Ciervos, jaguares, hienas, pájaros y serpientes. El Creador y el
Hacedor de Formas asignaron a cada animal un lugar en donde vivir. Así pues, el
ciervo, se fue a las proximidades de los ríos, los felinos marcharon a lo más
espeso del bosque, los pájaros treparon a los árboles, y las serpientes a las
rocosas colinas.
—Ahora,
pronunciad nuestros nombres —dijeron el Creador y el Hacedor de Formas, y también
los tres dioses del Corazón del Cielo—.
Nuestra
gloria no será completa mientras haya un solo ser que no sepa adorarnos.
No
pudieron los animales satisfacer el deseo de
los dioses: Todo lo que podían hacer ellos era gritar, o emitir cualquier otro
sonido, de acuerdo con la naturaleza de cada uno.
—Es
inútil —dijeron los dioses—. Si estos animales
no saben siquiera pronunciar nuestros nombres ¿cómo van a ser capaces de
adorarnos?
En
consecuencia, los dioses decidieron que aquellos animales que acababan de crear
serían seres inferiores, destinados a la caza, para que sirvieran de alimento. Fue entonces cuando los dioses decidieron crear al
hombre.
—Hemos
de apresurarnos —dijeron—, pues llega el
amanecer y no tenemos a nadie que nos adore.
Primero,
los dioses hicieron un hombre de barro extraído del fondo de los mares, mas no quedaron
satisfechos: Su cuerpo era excesivamente blando y deforme; la cabeza se le caía hacia un lado y le resultaba imposible torcer el cuello para mirar hacia
atrás; además, no tenía fuerza ni en las piernas ni en los brazos. Podía
hablar, pero no tenía entendimiento; y cuando lo pusieron en el agua, su cuerpo
de barro se disolvió para desperdigarse en la corriente.
El
Creador y el Hacedor de Formas se percataron de que tal hombre no serviría a
sus propósitos, y decidieron consultar a otros dioses, para lo cual llamaron a
la Abuela del Día y a la Abuela del Amanecer, dos ancianas divinidades que podían
leer el futuro de todas las cosas. Juntas hicieron hombres y mujeres de madera.
Aquellos seres se parecían al hombre de barro, si bien se diferenciaban de él
en que eran fuertes y vigorosos. Poco después comenzaron a tener hijos, que se
desparramaron por toda la faz de la tierra.
Todavía,
empero, no poseían la facultad del entendimiento, y nada sabían acerca del
Creador ni del Hacedor de Formas. A duras penas caminaban erguidos, con los
ojos fijos en la tierra. Al descubrir que las criaturas creadas tampoco podían
servirles, los dioses decidieron destruirlas, para lo cual desataron una gran
inundación, y enviaron cuatro pájaros de tamaño descomunal para que atacaran a
tales seres. Además, los animales que con ellos convivieran hasta entonces se
rebelaron y acusaron a esos seres de madera de prodigarles malos tratos. Sus
potes y otros cacharros de cocina dijeron también que no recibían de ellos el
tratamiento adecuado:
—Durante
días y noches nos habéis machacado la superficie con palos y piedras, y nos
habéis quemado tontamente en las llamas. Ahora os toca sufrir a vosotros.
Hasta
las piedras de las chimeneas se abalanzaron
sobre los hombres de madera y les golpearon la cabeza.
Muchos fueron destruidos en sus propias chozas;
otros intentaron huir, pero pronto se dieron
cuenta de que el mundo entero se había puesto en su contra. Cuando trataron de
escapar, subiéndose a los tejados para ello, sus chozas se hundieron bajo el
peso de sus pies; los árboles se alejaban al verlos llegar, y las cuevas
cerraron sus puertas hasta entonces abiertas, con peñas gigantescas, para que
tampoco en su interior pudieran hallar solaz.
Algunos lograron refugiarse en la selva y sus descendientes se convirtieron en monos,
que son animales desprovistos de, sentido común,
y que parlotean incensantemente.
Los
dioses se reunieron en consulta una vez más y, antes de que rompiera el
amanecer, crearon los primeros seres humanos, haciendo su carne con maíz blanco y con maíz amarillo, y sus brazos y
piernas con masa de maíz. Con un caldo especial dieron fuerza y energía a los
huesos y los músculos. Aquellos primeros seres así creados fueron del género masculino y recibieron los nombres
de Balam-Qui^e, Balam-Ácab,
Manucutab e Iqui-Balam.
Eran cuatro hombres sabios
y buenos, capaces de ver cosas que ignoran los hombres de hoy día. Los dioses,
entonces, decidieron someterles a prueba.
—Mirad
—dijeron a los cuatro hombres—, ¿acaso no es
la tierra un hermoso lugar? Mirad, qué bellas son las montañas y los valles.
¿No es un gozo sentirse vivo y ser capaz de comprender, de hablar y de moverse?
Los
cuatro hombres miraron a su alrededor y convinieron en que el mundo era un
lugar maravilloso.
—Nos
habéis concedido el sentido común y el movimiento —les respondieron—. Podemos hablar y entender, podemos pensar y
caminar.
Desde
donde nos encontramos podemos divisar cualquier cosa, esté cerca o esté lejos,
tan claramente como podemos ver a cada uno de nosotros. ¡Alabado sea el Creador
y alabado sea el Hacedor de Formas!
Durante
algún tiempo los dioses quedaron plenamente satisfechos de los humanos de su creación,
pero al cabo empezaron a temer que los cuatro hombres llegaran a saber
demasiado. Para evitar que esto sucediera, el Corazón
del Cielo echó un aliento sobre sus ojos para que no pudieran ver tan
claramente como solían, y para que vislumbraran el mundo como a través de un cristal
empañado. Al retirarles la aguda visión, los dioses les privaron de su
sabiduría y de la percepción que tenían las cosas secretas y les dejaron sólo
un sentido limitado de los misterios propios a la existencia. De no proceder en
semejante sentido, pensaron los dioses, los cuatro hombres podrían haberse
convertido en dioses.
A
la par que los dioses mermaban la capacidad de percepción de los hombres,
otorgaron a los humanos un don: el del sueño. Mientras dormían los cuatro
hombres, cuatro hermosas mujeres llegaron junto a ellos, para convertirse en sus
esposas, y, con el tiempo, hombres y mujeres procrearon y se extendieron por
sobre toda la faz de la tierra. Vivían
juntos, pacíficamente; todos hablaban la misma lengua y oraban a los mismos dioses,
al Creador y al Hacedor de Formas, al Corazón del Cielo y al Corazón de la
Tierra.
Oraban
para pedir hijos y luz; aún no existía el sol, y la tierra estaba oscura y húmeda por las inundaciones, y los
humanos no conocían el fuego. Después de que transcurriera un largo tiempo sin
sol que les diera luz y calor los cuatro hermanos marcharon a Talan-Zuiva, el lugar de las Siete Cuevas y los
Siete Valles. Allí fueron visitados por los dioses que tomarían bajo su amparo
a cada familia. Un dios para cada clan. El dios del clan de Balam-Quizé fue llamado Tohil;
y la primera dádiva que de su magnificencia recibieron fue la del fuego. Los
hermanos se llevaron cuidadosamente la llama; y cuando llegaron las lluvias y
apagaron el fuego, Tohil hizo que brotara otra chispa de sus zapatos. La
buena nueva del fuego se propagó rápidamente, y muchos hombres de otras tribus
acudieron a calentarse y a llevarse una tea encendida a sus hogares.
Tohil
los recibió con crueldad y les exigió sacrificios humanos en pago por el fuego.
El sol seguía sin aparecer y los hermanos intentaban localizar a la Estrella de
la Mañana, pues sabían que era señal de la inminente aparición del sol. Al cabo, desalentados, se dijeron que jamás
verían, el sol desde aquellas tierras que habitaban,
y se pusieron en camino, atravesando muchas regiones, hasta llegar a las
montañas de Hacavitz. Mientras quemaban
incienso al pie de la montaña vieron cómo la Estrella de la Mañana se elevaba
lentamente por encima de su cumbre.
Poco
a poco el cielo fue iluminándose, hasta que apareció el gran disco redondo del
sol. El nuevo sol no calentaba con la fuerza del sol que hoy conocemos, pero
resultaba ser lo suficientemente cálido como para secar la tierra húmeda y
hacer más confortable la vida en ella.
Antes
de su aparición los grandes animales habían hollado aquella tierra; eran tigres
gigantescos y jaguares, monstruosas serpientes pitón y víboras. Bajo el influjo
de los dioses del clan se convirtieron en figuras de piedras, con las patas
retorcidas como las ramas de los árboles. El mundo era ya un lugar placentero
para los humanos, y los ancestros de la tribu Quiche
fundaron en aquellas montañas su hogar.
mito artico en Popol Vuh: www.scribd.com/telegin2005
ResponderEliminartrimakasih infonya...
ResponderEliminarsangat bermanfaat...
salam sukses...